José María Carrascal y "el famoso festival del cante"

Escrito por José Ismael Martínez García (*). 27 de marzo de 2023-LUNES.

El veterano periodista se mantiene en activo publicando con frecuencia artículos de opinión para el periódico ABC. Hace unas semanas, tuve el privilegio no sólo de ser invitado a su apartamento de Madrid, sino también de ubicarme en el lugar que el antiguo presentador de televisión ha ocupado en tantas ocasiones, siendo esta vez el arriba firmante quien hacía las preguntas, y el propio Carrascal quien las respondía.

José María Carrascal muestra una carta escrita por el alcalde de La Unión y un pisacorbatas con el escudo del municipio. Foto: María Nortes Pérez




No cabe hueco en el pecho de un joven entusiasta para albergar la inconmensurable emoción de conocer a uno de sus ídolos. Y ese día iba a ser yo el que se vería en tal circunstancia. Eran en torno a las 10 cuando se abrieron las puertas del viejo ascensor que me subió a la planta del piso donde vive José María Carrascal. El invierno moría de la misma manera que aquel mes de febrero, dando sus últimos coletazos aquel día 27, pero manifestando con firmeza su agonizante presencia. El frío también se filtraba por los pasillos del edificio, así que rezaba porque en casa estuviera puesta la calefacción. La puerta del hogar estaba abierta, mis compañeros habían llegado antes en el otro elevador. Desde fuera les escuchaba conversar con alguien. Para ser honesto, no sabía qué iba a encontrarme. Por eso había estado preparándome mentalmente para el momento en que nuestro anfitrión y yo nos diéramos la mano por primera vez. Desde los pasillos de la planta decimonosecuantos se oía con fuerza una voz inconfundible, pausada, aunque bastante envejecida por los años transcurridos después del éxito televisivo. No pude evitar sentir una infantil ilusión en aquel instante. Al cruzar la puerta, encontré de espaldas la figura de un hombre de edad muy avanzada, hablando con mis amigos, que analizaban ardilosos los lugares propicios para colocarse durante la entrevista. “Buenos días, don José María”, saludé, con gran entusiasmo. En mi cabeza, amén de las preguntas académicas que habíamos preparado, tenía un sinfín de cuestiones que le darían a nuestro encuentro un componente de entrevista de personalidad. Pero el periodista no se dio la vuelta para estrecharme la mano como yo esperaba, lo cual me confundió mucho. Aunque pronto comprendí que su veteranía en la vida se había cobrado un severo precio con su capacidad de escucha. Y esa carencia auditiva parecía convertirse en un problema cuando reparé en que los demás también intentaban entablar conversación, pero les resultaba de lo más complicado. Empecé a preocuparme por el trabajo.

Era un hombre de una cordialidad exquisita, que nos recibió como si fuésemos amigos de toda la vida, a pesar de que era la primera vez que nos veíamos. Una sonrisa, una invitación a dejar nuestros abrigos sobre una cómoda, otra a sentarnos donde quisiéramos. No puso trabas en abrirnos las puertas de todos los rincones interesantes de su casa. Nos explicó que esa mañana se le había roto el sonotone, y sin dar lugar a más presentaciones, se sentó sobre una mesita cuadrada que había en el centro de la amplísima sala de estar mientras abría un portátil, animándonos de nuevo a hacer lo propio a su alrededor, tal que niños que se sientan a escuchar las historias de su abuelo. Sin darnos tiempo ni siquiera a microfonarle, comenzó a responder, decidido, el cuestionario previo que le habíamos hecho llegar días atrás. En ese momento, un sudor frío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza, pues la imperturbable barrera de la audición nos separaba irremediablemente del que era, a todas luces, un hombre extremadamente interesante. Tuvimos que improvisar rápido. Me senté frente a él apuntándole con el micrófono, y los cámaras se apresuraron a distribuirse a nuestro alrededor de una forma tan arrebatada que empecé a sentir un sudor frío que recorría mi cuerpo de pies a cabeza. Vi que el trabajo se nos iba de las manos. Nuestro anfitrión había comenzado a hablar sin que estuviésemos preparados. Así que tuve que concentrar toda mi atención de golpe, libreta en una mano y micrófono en la otra.


La ansiada entrevista

A metro y medio de distancia, los ojos claros de Carrascal me miraban con un gesto de simpatía, tras leer en voz alta la primera pregunta. Apoyó el ordenador sobre sus rodillas, y alzó el rostro repartiendo su mirada entre todos nosotros. Acababa de empezar a formular su respuesta, y el humilde señor que nos había recibido hacía un instante, se convirtió de repente en un maestro. Percibí este ligero cambio de actitud por la seriedad e importancia que habían pasado a desprender sus palabras. De golpe, tenía ante mí a la figura que había protagonizado los informativos de aquella España del siglo XX hace más de dos décadas, y me sentí un privilegiado. José María Carrascal es un hombre lúcido, inteligente, curtido en mil batallas. Tras las arrugas de la piel, sigue habiendo lo que es la perfecta definición de un intelectual. Alguien que todavía se cuestiona un mundo que le rodea y que cada día se hace más complejo. Un simple vistazo a las pilas de periódicos del salón, o a la inmensa librería que lo protagoniza -el ‘precipicio’, como él la llama- dan claro testimonio de una vida dedicada a la reflexión. Una vida en la que la edad no es un obstáculo.

‘El precipicio’, la gran librería de José María Carrascal. Foto: José Ismael Martínez García


Empezó contándonos su peculiar comienzo en televisión. Sus párpados se abrían felices con un leve gesto de las cejas, mientras arrugaba el rostro con un tono que transmitía gran nostalgia al mencionar a los compañeros que le habían animado a empezar aquella aventura. Entre ellos, Julio Iglesias, “que como portero del Madrid no sé, pero como artista era un fenómeno”, aseguró divertido. Mi esperanza sobre el resultado final del trabajo iba mejorando palabra tras palabra. “¿Qué hay de las corbatas, José María?”, conseguí preguntarle, teniendo que tocar suavemente su rodilla para llamar su atención. Durante unos segundos, mantuvo su mirada fija en la mía, con una expresión que revelaba que sabía que íbamos a sacar el tema. Después, soltó una leve carcajada. Se levantó, y nos pidió que le acompañásemos.

Entramos en un pequeño despacho, digno de un veterano periodista, con una pared casi forrada de libros y fotos apoyadas en estanterías, un escritorio sobre el que se apilaban carpetas y apuntes de todo tipo, y un pequeño sofá al que se dirigió directamente para enseñarnos los cojines. “¿Qué tendrán que ver los cojines del despacho de este señor con este tema?”, me preguntaba a mí mismo al ver la maniobra. Hasta que, teniéndolos en mis manos, reparé en que estaban bordados con partes de sus infinitas corbatas. El detalle llamó la atención de todo el equipo, que pasaba curioso a verlos de primera mano, mientras nuestro anfitrión nos observaba sonriente con las manos cruzadas en la espalda. Nos explicó que en su época de corresponsal en Estados Unidos, las corbatas llamativas se hicieron muy populares, y él exportó esa tendencia cuando comenzó su carrera como presentador, convirtiéndose a la postre en su rasgo característico. Cosa de la que confesó no sentirse orgulloso. No le gustaba que le reconocieran por cómo se veía, sino por lo que decía. “Cuando empecé a presentar, la gente me decía, ‘te he visto en la tele’, y yo pensaba, ‘¿pero me ha oído usted?’”, aseguró.


Un recuerdo al Cante de las Minas, y una despedida

La entrevista continuó largo rato, entre experiencias personales y cuestiones académicas. Pero desafortunadamente, llegó la hora en que teníamos que marcharnos. José María seguía contando sus historias, sumergido en un pasado del que había conseguido convertirnos en poco menos que testigos. Exprimí al máximo los minutos que pude, mientras los compañeros hacían aspavientos tras las cámaras pidiéndome que finalizara. Eran conscientes de que en ese momento, era bastante probable que el casero de nuestro apartamento nos ‘recogiera’ personalmente las maletas.

Dadas las circunstancias, no me quedó otra salida que concluir de una forma más arrebatada de lo que me habría gustado. Así que aproveché una pausa en sus palabras para acercarle una bolsa que guardé con sumo cuidado desde el principio del viaje. “Quiero aprovechar para hacerle entrega de estos regalos que he traído para usted desde mi ciudad, La Unión”, le dije. Y él, con una mirada curiosa comenzó a explorar su contenido, mientras con una risa inocente me reprochaba haberme molestado. Cosa que, como es natural, negué. Descubrió así, entre otras cosas, un gran libro de la historia de nuestro municipio, del que exploró despacio las primeras páginas. “La Unión…”, dijo, “Allí está el famoso Festival del Cante…”. Y asentí, orgulloso, para responderle: “Está usted invitado a venir a La Unión y a ver el Cante cuando le plazca. Me consta que allí será bienvenido”. Tras ello, otros miembros del equipo aprovecharon para hacerle entrega de algunos presentes más, al tiempo que íbamos recogiendo nuestras cosas.

En ningún momento perdió la sonrisa con la que nos había estado obsequiando desde el primer instante. Más allá de eso, tuvo el detalle de regalarnos, a su vez, un ejemplar dedicado y firmado a cada uno de nosotros de la ‘Autobiografía apócrifa de Ortega y Gasset’, escrito por él mismo. La despedida fue como el recibimiento, cortés y natural. Uno de mis compañeros se despidió mientras esperábamos el ascensor con un: “Espero que volvamos a vernos”. El rostro del maestro rostro se tornó pensativo. Bajó la mirada al suelo mientras emitía con ese gesto una respuesta silenciosa. Luego, mirándole otra vez a los ojos, respondió con un tono divertido: “Yo estoy en tiempo de descuento… Pero claro que sí, confío en que volvamos a vernos”. Esbozó una sonrisa otra vez. Más amplia que las anteriores. Entre nostálgica y esperanzadora. Lo que no hizo sino agrandar la espina que me llevaba clavada en el corazón. ¿Cuántas cosas más podría habernos contado sino hubiésemos tenido que marcharnos? Cuando me subí al ascensor, observando cómo se cerraba lentamente la puerta, tuve una corazonada. Una de esas que uno tiene muy pocas veces en la vida, cuando está totalmente seguro de sus pensamientos. Y aunque no creo tanto en las emociones como en la razón, esta vez sí lo tengo claro. Así, es don José María. Algún día le formularé todas las preguntas que se quedaron en el tintero. Porque estoy seguro de que volveremos a vernos.


🖌️ Texto en el que se respeta íntegramente contenido, redacción y ortografía, salvo en el titular y en la entradilla del artículo

(*) José Ismael Martínez García es un joven unionense estudiante estudiante de Periodismo y creador de contenido en Youtube

Imprimir

powered by social2s